Levantó
de golpe la persiana y la luz del sol le deslumbró haciéndole cerrar los ojos
para después abrirlos poco a poco a fin de acostumbrarse al radiante día que,
no hacía mucho, acababa de nacer.
El
paisaje era de lo más inquietante pues salpicadas aquí y allá había matas
resecas de plantas espinosas que constituían toda la vegetación de una llanura
eterna de la que no podía vislumbrar el final: era un panorama que olía a
muerte por doquier.
Cuando
llegó a la casa era de noche y, con el cansancio que traía encima, ni siquiera
se había ido fijando en la parte que alumbraban los faros del coche. Se
despertó al llegar pero con la luz de la linterna de su acompañante no había
visto lo que ahora le tenía casi al borde de un ataque de nervios: le habían
engañado como a un chino (es un decir) porque aquella ganga que le habían
vendido no tenía nada que ver con una huerta de frutales y es que, como decía
su abuelo, “las cosas hay que verlas con luz y taquígrafos antes de comprarlas”
aunque realmente los taquígrafos no hacían ninguna falta.
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