La
madrugada había sido tumultuosa pues aquella tormenta que parecía romper el
cielo con sus truenos e iluminar con la luz fantasmagórica de sus relámpagos el
bosque que, de otra manera, hubiera sido tenebroso, no le había permitido pegar
ojo por más que lo había intentado infructuosamente haciendo uso de todas las
técnicas de relajación que había aprendido a lo largo de su vida profesional.
Si
hubiera sabido que se iba a quedar sin gasolina en medio de la nada en una
noche lóbrega como la que acababa de pasar no lo hubiera creído por más que
alguien se lo hubiera asegurado pero el hecho era que por aquella carretera,
que no debía llevar a ninguna parte, no había pasado nadie a lo largo de más de
seis horas.
Ahora
que el alba despuntaba por oriente, su vista percibió a contraluz un objeto que
se aproximaba lentamente: No era otra cosa sino una desvencijada camioneta cuyo
motor tableteante se comenzó a escuchar bastante antes de que el vehículo llegara
a sus alcances.
─ Vaya, doctor, ¿qué le ha pasado? Le esperábamos anoche
para la cena y mi señor está cada hora que pasa un poco más débil. ─
Dijo con voz grave un individuo calvo y jorobado saltando con una agilidad
impensable desde el asiento del conductor.
─ Nada, Igor, simplemente me he quedado sin gasolina.
¿Serías tan amable de remolcarme hasta el castillo del señor Conde?...
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