sábado, 21 de enero de 2017

La tía Fermina



Era la mujer del tío Lorenzo. Nunca nadie supo si le conoció antes o después de perder el ojo pero tanto da porque era verles juntos y saber que el amor fluía entre ambos como los arroyuelos de la sierra en primavera y, aunque ya no eran unos mozos precisamente, las muestras de cariño que intercambiaban eran la envidia de cuantos les conocían.
Era una mujer no muy alta pero robusta y, en su juventud, debía haber sido bastante agraciada por más que el tiempo y su trabajo en el campo habían surcado su cara con un laberinto de arrugas que la hacían parecer mayor de lo que en realidad era. Se recogía sus cabellos blancos como la nieve en un moño que le dejaba la cara despejada en la que brillaban unos ojos grises que miraban de una manera especialmente inquisitiva cuando alguien trataba de contarle milongas hasta que el mentiroso no podía más que confesarle la verdad como si fuera el mejor inspector de policía.
El día que le dije que me iba a trotar mundos no pudo refrenar una lágrima que rodó por su mejilla y que se secó en mi cara cuando me besó y me abrazó. Fue la única vez que la vi a punto de llorar pues, aparentemente, era dura como el pedernal.

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