Las
cosas no salieron como él hubiera deseado pero tampoco era para preocuparse
demasiado, o, al menos, eso es lo que pensó en ese momento.
Lo peor
vino después cuando tuvo que convencer a los demás de que el asunto tenía
solución y la solución era tan buena o mejor que la que habían pactado de
antemano pero nadie se tragó la bola y todos protestaron enérgicamente: tenían
derecho a cobrar las horas extraordinarias aunque fuera a mitad de precio.
Sin más
remedio tendría que echar mano de toda su capacidad de persuasión si no quería
tener un problema insoluble de verdad y, directamente, les amenazó con el
despido inmediato.
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