Adolfo releía por enésima vez la carta de
María cuando unos golpes en la puerta vinieron a sacarle del bucle en el que se
había metido su cerebro.
Abrió la puerta del estudio y allí estaba
ella:
─ Don Adolfo, si Vd. tiene la bondad puede
bajar cuando quiera al comedor que la cena ya está lista…
─ Menos guasa, Pepa, ni tanto ni tan calvo,
que siempre hay medias tintas.
─ No le he entendido ni papa, pero si Vd.
lo dice… Bueno, ¿sirvo la cena o no sirvo la cena?
─ Sí, ve sirviendo la cena que yo bajo en
cuanto me lave las manos.
Adolfo, después de las abluciones, bajó al
comedor y ambos cenaron en absoluto silencio.
─ Bueno, ¿es que no puedo enterarme de nada
de lo que está pasando?─ Soltó Pepa que estaba ya a punto de sufrir un infarto.
─ Pues que la señorita María no tiene ni la
más mínima intención de casarse conmigo. ─ Resumió Adolfo.
─ Entonces el problema ya está arreglado,
¿no?
─ La verdad es que no lo sé.
─ ¡Cómo que no lo sé! ─ Le remedó Pepa con
guasa.
─ Pues sí, Pepa, no lo tengo tan claro. Sobre
todo desde que estoy empezando a conocer a la señorita María, no lo tengo nada
de claro…
Pienso
que será mejor dejarlo aquí, mientras Adolfo sigue pensando en María y Pepa
sigue pensando que él está loco de atar, aunque tal vez entre Adolfo y María pudiera
contarse otra historia.
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