Lóbrega
era la noche. Densos nubarrones que impedían ver las estrellas amenazaban con
volver a dejar caer la lluvia que había cesado hacía bien poco tiempo. Las
farolas tímidamente comenzaban a encenderse con parsimonia, como si no
quisieran alumbrar aquella calle del extrarradio de la ciudad.
Ni un
alma pasaba por allí, sólo algún que otro coche muy de cuando en cuando
atravesaba la muralla de silencio con el zumbido de su motor y salpicando el
agua de los charcos.
Timoteo
observaba desde la ventana de su despacho de abogado de cuarta o quinta clase
ubicado en la segunda planta de aquél destartalado edificio que parecía
mantenerse en pie milagrosamente. Llevaba esperando desde la mañana que
sucediese algo pero ya eran las nueve de la tarde-noche y nada había ocurrido,
es decir, nadie se había presentado en su oficina donde permanecía solo pues
Pepita, su secretaria, se había marchado a eso de las siete. Descolgó el
teléfono y se lo acercó al oído para comprobar que, efectivamente, había línea.
Fue un gesto mecánico, sin pensarlo siquiera, y volvió a colgar el aparato. Se
acercó a la puerta del apartamento y oteó por la mirilla… nada, absoluta
oscuridad. Le pareció escuchar que alguien subía por la escalera, pero no, sólo
eran figuraciones suyas. Volvió a la habitación del despacho, apagó la luz y se
acercó de nuevo a la ventana… un leve crujido le hizo volverse como un rayo.
Ahora sí, ahora estaba seguro de que había alguien más en el apartamento…
Seguramente serían sus ganas de vivir... Pobre personaje.
ResponderEliminarSaludos,
J.