Pepita
era una chica rubita, de ojos azules que se ocultaban detrás de unas gafas de
un modelo un tanto anticuado. Su figura no era nada del otro mundo y,
seguramente, no habría ganado ningún concurso de belleza aunque tampoco le
interesaba en absoluto pues su ilusión en la vida siempre había sido llegar a
ser secretaria de dirección y, aunque con ciertas limitaciones, lo había
conseguido, era la secretaria del bufete de don Timoteo Timor, más conocido por
“Tití”, abogado en ejercicio que se dedicaba principalmente al turno de oficio
amén de algún caso de poca monta y menos peculio.
Trabajaba
a media jornada de 14 a 18 horas por lo que se llevaba la comida al trabajo y
llegaba a eso de las 13,30 para almorzar antes de comenzar su tarea diaria. Por
esta razón encontró el sobre que, dirigido a su jefe, estaba clavado con una
chincheta en la puerta del apartamento que servía de oficina.
El
abogado llegó, como era de costumbre, a las cuatro aproximadamente y ella le
entregó el sobre que era la única correspondencia recibida. Mantuvieron una
breve conversación y siguió con su trabajo.
Estaba
encendiendo el enésimo cigarrillo rubio de la tarde cuando contempló cómo la
cara de su jefe se ponía blanca como la cera cuando leyó el papelito que había
dentro del sobre. El pobre Tití trató de carraspear y casi se ahoga en el
intento de tal manera que, con los ojos desmesuradamente abiertos, se le puso
una cara de besugo que era todo un poema.
El
letrado no dijo ni palabra en las dos horas siguientes por lo que Pepita, una
vez llegada su hora de salida, recogió sus cosas y se largó a su casa.
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