La precaria salud de Faustino no le
impedía darse un homenaje de cuando en cuando y eso fue lo que hizo aquel día
de marras en el que hubiera sido mejor no levantarse de la cama como hacía a
menudo, pero el asunto fue que, como ya lo tenía decidido desde hacía bastante
tiempo, madrugó y, después de tomar una ducha y desayunar a lo grande
(un café con leche y cuatro galletas maría), se abrigó convenientemente y
dirigió sus pasos hacia el objeto de sus deseos: el parque zoológico.
Cuando llegó la respiración se le había
hecho fatigosa de tanto andar (lo menos treinta metros desde la parada del
autobús). Entonces reparó en que había llegado demasiado temprano y aún no esta
abierta la instalación. Decidió esperar sentado en un banco de los que había
junto a la entrada y, para entretener la espera, sacó de su bolsillo una novela
del oeste y comenzó a leer con fruición no sin antes calarse las pequeñas gafas
que llevaba siempre encima para aquél menester o para ver bien los precios de
los artículos del supermercado.
Cuando quiso darse cuenta se había
leído la novelita entera y ya estaban a punto de cerrar el zoológico por lo que
sacó la entrada y se introdujo encaminando sus pasos hacia la jaula del
león. Saltó con miles de dificultades la
valla de protección aprovechando un descuido del guarda e introdujo entre los
barrotes el medio brazo izquierdo que le quedaba:
─ Anda come,
Leoncio, que por poco te dejo este mes a dieta.
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