Llovía pausadamente, Parecía que la lluvia
estaba dispuesta a seguir cayendo durante un tiempo casi infinito pues había
comenzado a llover hacía más de diez horas y el cielo seguía mostrándose
encapotado, con un color gris ceniciento que no daba lugar a hacerse ilusiones
con que escampara.
Las ovejas parecían moverse más lentas que de
costumbre y el pastor, encogido debajo de su capote, y con el perro de aguas
junto a él, caminaba detrás, al mismo paso, arrastrando los pies por el barrizal
en que ahora se había convertido el camino.
El atardecer daría pronto paso a la noche que
se barruntaba tan mojada como había sido el resto de la jornada.
Luis contemplaba desde la ventana de su cuarto
cómo el rebaño tomaba el camino del aprisco para resguardarse de los lobos
durante la noche. Su padre, el pastor, cerraría bien el corral después de que
entraran en el todas las ovejas, incluso “la Perla”, la más vieja de todas que
siempre iba rezagada como reivindicando para sí una mayor atención del rabadán.
Luego, más tarde, soltaría los dos mastines que harían la guardia nocturna.
Mientras tanto su madre, que había sentido ya la llegada del marido, avivaría
la lumbre y encendería los candiles para ver mejor mientras que preparaba la
frugal cena: una sopa y torrezno que harían entrar en calor el estómago del
padre. Ella, moviéndose como una sombra había tenido tiempo de traer leña seca
del cobertizo, limpiar la casa, traer agua del pozo y, después de cenar iría a
ayudar al marido en la labor de ordeñar.
Luis era un auténtico fan de sus padres, sobre
todo de su madre, a la que admiraba por no quejarse nunca y demostrarles, tanto a su padre como a él, un cariño
inmenso. ¡Lástima que él no podía hacer mucho y tuviera que estar pegado a su
silla con ruedas!
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