Mis primeras lecturas fueron los que mi madre
llamaba “Cuentos de Calleja”. Eran unos libritos que editaban la Editorial Fher
y la Editorial Bruguera.
Algunos de ellos eran obsequiados por empresas
de Córdoba y otros se vendían en los kioscos al precio de 35 céntimos de
peseta.
Cada domingo, después de la misa de doce en la
Parroquia de la Trinidad, mis padres me compraban un cuento y nos íbamos al bar
Florida, que estaba en la calle Concepción, para tomar algo (mis padres una
cerveza y yo una zarzaparrilla porque aún no había Coca-Cola) acompañado de una
tapa (yo siempre la pedía de ensaladilla rusa que estaba riquísima).
Luego, ya en nuestra casa, almorzábamos y,
acto seguido, me leía varias veces el cuentecito hasta que me lo aprendía de
memoria para contárselo a mi hermano pequeño, Luis Manuel, que no sabía leer
aún.
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