Incluso antes de abrir el paquete, ya sabía lo
que iba a encontrar en su interior. Lo había traído un mensajero por la mañana
pero no fue hasta que volví para comer que me lo entregó mi vecina pues se
había hecho cargo de él al ver que yo no estaba en casa.
Le dí las gracias pero ella se quedó quieta
como un pasmarote esperando que rompiera el precinto que cerraba la tapa (la
verdad es que era un poco, por no decir un mucho, cotilla la señora). Me quedé
mirándola a los ojos sin mostrar ni la más mínima intención de abrir la caja,
pero ella siguió allí resistiendo mi mirada y sin decir palabra.
─ ¿Necesita Vd. algo, Pepita?
Ella pareció despertar de su quietud y
esbozando una sonrisa malévola musitó:
─ No, nada, ya me iba.
Pero no se movió del dintel de la puerta y
casi tuve que darle con ella en las narices cuando la cerré. Llevé el paquete a
mi dormitorio y lo dejé encima de la cama. Me pareció ver fugazmente la cara de
mi vecina desaparecer detrás de los visillos de la ventana. Eché las cortinas y
encendí la luz para ver mejor el contenido del envío aunque ya digo que sabía
perfectamente lo que iba a encontrar dentro de él. En ese momento sonó el
timbre de la puerta. Dejé la caja sobre la cama y fui para ver quién llamaba.
Otee por la mirilla y allí estaba ella: mi vecina Pepita. Me entraron ganas de
no abrirle pero al final pudo más mi parte cortés y abrí la puerta.
─ Dígame qué se le ofrece ─ Dije con
un tono de voz que no era ni mucho menos amable.
Me miró de arriba abajo y me soltó:
─ No hace falta que me diga lo que contiene su
paquete porque sólo los sombreros se envían en ese tipo de cajas y, además, he
leído quién era el remitente…
─ ¿Entonces? -
La interrumpí sin dejarla terminar la frase.
Volvió a mirarme de arriba abajo y, con una
voz melíflua y cierto retintín me dijo:
─ Me gustaría saber de qué color es.
Se dio media vuelta y se largó dejándome con
la palabra en la boca.
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