A veces, cuando termino de escribir algo, me parece que me he dejado lo más importante en el tintero, pero, por más que rebusco en mi cerebro, no doy con el objeto de mi olvido y decido por fin que el escrito está cerrado.
Aunque no siempre es así, en alguna ocasión he vuelto, al cabo de un tiempo, sobre lo que había escrito y he conseguido completarlo de una manera más satisfactoria.
La memoria es una capacidad que está en buena sintonía con la creatividad siempre y cuando se otorgue el papel protagonista a la segunda. Siempre que creamos algo, lo que realmente estamos haciendo es modificar lo que ye era conocido, bien directamente, bien recombinando objetos que ya se encontraban en nuestra memoria.
Lo malo es cuando, después de haber terminado, de forma autosatisfactoria, un relato y te apetece enviarlo a un concurso literario, te encuentras que le sobran caracteres, (es curioso como se mide la extensión de los relatos cortos en los concursos), sí, caracteres incluidos los espacios. Entonces empieza el calvario: “¿de dónde quito?”, “¿cuánto he quitado ya?”, “¿tendrá sentido el texto después de esta mutilación imperdonable?”. Son preguntas que te laceran el cerebro como espinas que se clavan sin tregua.
Al final tiras por la calle de enmedio y sálvese quien pueda, todo sea por ganar un concurso literario que te saque del anonimato y te lleve en volandas al paraíso de los escritores (es un decir) que, dicho sea de paso, nadie sabe donde se encuentra (igual que el paraíso terrenal).
Tal vez el mejor acto de la memoria sea el olvido.
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