Cuando sonaron los clarines, Andrés se
aproximó a la puerta de los sustos y agarró con fuerza el cabo de soga que
servía para abrirla. Esperó a sentir la presencia del novillo en el chiquero y
se aprestó a tirar de la puerta con un gesto lo más airoso posible, no en vano
había estado ensayando el movimiento durante la última semana y no quería
quedar mal ante todo el público que esperaba deseoso contemplar cómo el burel
salía al ruedo.
No se oía ni un ruido tras la puerta y
comenzó a ponerse nervioso. Ya debían de haberle insertado la divisa y el
novillo golpearía los laterales del estrecho camino que le conduciría a la
arena, pero no, no se escuchaba nada de nada, ni siquiera un leve rumor que le
indicase que debía franquear el paso a la res.
La verdad sea dicha, Andrés no estaba
seguro de nada. Nunca había tenido la más mínima experiencia al respecto y por
ello no estaba seguro de qué decisión tomar. Por una parte podía entreabrir la
puerta y tratar de atisbar por una rendija si el animal estaba ya preparado o
bien podría seguir esperando hasta escuchar alguna señal inequívoca de que la
fiera estaba en disposición de salir.
Andaba en estas disquisiciones cuando la
voz de su madre le despertó del sueño en el que navegaba desde hacía ya un buen
rato:
- ¡Andrés, hijo, levántate ya, que tienes
una cita de trabajo a las nueve y son ya las siete y media! No hagas esperar al
empresario de la plaza que la cosa no está como para perder oportunidades.
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