Manuel hacía tiempo ya que no sonreía. La
alegría desapareció de su vida un día de repente y, sin saber por qué, se
encontró inmerso en una depresión agobiante que le tenía metido en su casa y
sin salir a la calle desde hacía dos años.
Con gran esfuerzo hacía los pedidos al
supermercado cuando el frigorífico se quedaba completamente vacío y ya no tenía
ningún alimento que llevarse a la boca. Al menos su instinto de supervivencia
no le había abandonado. Su familia, en cambio, había decidido dejarle solo
cuando vieron que era imposible ayudarle a salir de su postración y sólo
conseguían amargarle más aún la vida.
Y se quedó solo, en la más absoluta
soledad, sólo los más negros de sus pensamientos tenían cabida en aquella casa,
casi disfrutaba martirizándose diciéndose a sí mismo que él era el único
culpable de aquella situación aunque realmente no tenía ni la más remota idea
de cómo había llegado a su actual estado.
Pasó momentos en los que hasta pensó en
quitarse la vida y descansar de tanto sufrimiento pero algo le hacía intuir que
aquella situación no podía ser eterna, que, en algún momento, volvería a
sentirse una persona normal, es más, lo ansiaba con todas sus fuerzas pero
nunca parecía llegar aquella hora.
Desconectó el timbre de la puerta para no
oírlo cuando alguien llamaba y, si lo hacía golpeando la puerta con la mano, se
escondía en su habitación y metía la cabeza debajo de la almohada hasta que
comprobaba que el visitante había desistido y se había largado.
Tan solitario quería estar que quitó
todos los espejos de la casa para no ver ni siquiera la imagen de su cara.
Únicamente traspasaba los umbrales de su intimidad aquella voz que contestaba
el teléfono en el supermercado y llegó un momento que se sentía reconfortado
con las cuatro palabras que cruzaba de cuando en cuando con aquella chica que
le saludaba cordialmente y le deseaba un buen día. ¿Un buen día? Como si sus
días pudieran de dejar de ser el calvario que tanto tiempo llevaba padeciendo.
Poco a poco las ganas de vivir fueron
retornando a su ser de la misma forma inexplicable con que desaparecieron hasta
que un día, armándose de valor, se duchó, se vistió y colocó los espejos con el
fin de afeitarse y también se rapó la
cabeza para mostrar un aspecto más agradable y aseado y decidió salir a la
calle.
Cuando salió al exterior dirigió sus
pasos directamente al supermercado. Tenía una necesidad imperiosa de conocer a
aquella chica que, sin querer, le había ayudado tanto.
Llegó al establecimiento y preguntó a la
cajera:
- ¿Dónde está la chica que atiende el
teléfono cuando se hacen los pedidos? – dijo con urgencia.
La cajera le miró de arriba abajo y
contestó sonriendo:
- Vd. perdone pero esa chica no existe,
es sólo la voz grabada del contestador automático.
No hay comentarios:
Publicar un comentario