- Afortunadamente no se parece a su
padre, - dijo Doña Engracia cuando salió de la habitación.
- Pues tampoco se parece demasiado a
la madre y, sin embargo, ha salido de sus entrañas y yo he sido testigo, -
repuso Francisquita con un cierto retintín en la voz.
- Lo mejor que podemos hacer es
callarnos que en boca cerrada no entran mosquitos – sentenció Doña Engracia.
- ¿No eran moscas? – preguntó la
fámula y completó – En boca cerrada no entran moscas.
- Eso será en la tuya que la tienes
bien grande pero yo soy una señora y tengo boquita de piñón – apostilló la Doña.
- Según para qué – rezongó por lo
bajo Francisquita.
- ¿Decías algo, Francisquita? – preguntó
malhumorada Doña Engracia.
- No, nada,… hablaba conmigo misma,…
cosas mías… - se defendió la criada.
Bajaron la escalera y cruzaron el
patio porticado, la señora se fue a su gabinete y Francisquita a la cocina a
preparar el almuerzo para toda la familia como era su obligación.
Carolina, la hija menor de Doña
Engracia hacía tres días que había dado a luz a su primer hijo y acababa de
trasladarse desde el hospital hasta la casa de su madre con el fin de reponerse
según los consejos maternales que no escondían otra cosa sino el mantener
alejado de su hija al novio no deseado que le había dejado embarazada a su hija
de su corazón.
A la hora de comer, Doña Engracia le
ordenó a Francisquita que preparase una bandeja para que Carolina no tuviera
que bajar al comedor y, cargada con ella y, bajo la atenta vigilancia de la
señora, subieron al dormitorio donde descansaba la recién estrenada madre.
- No te levantes, Carolina, - ordenó
la madre con cariño – Francisquita te lo ha preparado todo en una bandeja.
Ayudó a su hija a incorporarse y le
colocó un almohadón en la espalda para que estuviese más cómoda.
- Trae la bandeja, Francisquita, - dijo
Doña Engracia arrebatándosela de las manos para colocársela a Carolina en el
regazo.
Francisquita se quedó mirando al
bebé, que dormía plácidamente en su cuna, con cara de tonta. No en vano ella
también estaba ya en la casa cuando nació Carolina y la quería como a una hija.
- ¿Se puede saber qué estás mirando
con esa cara de bobalicona? – inquirió Doña Engracia con un tono un tanto
receloso.
- Pues nada, - respondió – me fijaba
en lo que se parece a su padre y a su madre.
- Se parece a su madre – decidió la
señora – porque de Antonio no tiene ni el aire.
- ¿Cómo va a parecerse a Antonio,
mamá? – terció Carolina –si acaso se parecerá a Don Matías.
-
¿A Don Ma-tí-as? ¿Al cu-ra?
– silabeó Doña Engracia desmayándose acto seguido ante la mirada atónita de
Francisquita.
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