Cuando entré en la sala de espera una
muestra de “michelines” embutidos en ropas ajustadas me recibió. Ellas eran
seis todas gordas y orondas y ellos sólo tres pero igual de obesos. Les miré a
través de los oscuros cristales de mis gafas de sol y me senté en el primer
asiento que estaba libre. Pensé: al lado de esta gente yo podría parecer un
tipo delgaducho aunque estoy un tanto rellenito.
De pronto las miradas de los dos
hombres y las tres mujeres que se sentaban frente a mí se volvieron al unísono
en dirección a la puerta de entrada como si un invisible resorte les hubiera
movido. La mujer que acababa de entrar era un canon de la especie: una cara
preciosa enmarcada por una media melena morena y un cuerpo que quitaba el hipo
al más pintado. Avanzó con paso decidido sin siquiera dedicarnos una fugaz
mirada y fue a sentarse en el asiento situado al final de la sala donde sacó su
teléfono móvil y se enfrascó en su contemplación como si de un objeto hipnótico
se tratara. Observando a la una y a los otros pensé que en aquella ciudad todas
las personas eran gordas… porque “la excepción confirma la regla” y, para más
INRI, al día siguiente en la misma sala de espera había cuatro gordos y tres
gordas. Estuve esperando más de dos horas pero la “excepción” no volvió a
aparecer.
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