La
lluvia lamía los cristales perezosamente, como si no tuviera ningún interés en
mojarlos. El fuego de la chimenea crepitaba cada vez que una gota de lluvia se
colaba por el tiro que había perdido el sombrerillo con el vendaval de la noche
anterior. Ahora que el viento había cesado dando paso a una calma sólo rota por
el tenue goteo de la llovizna, nadie podría hacerle creer que la tormenta había
sido terrible durante la noche y gran parte de la tarde anterior.
Emilio
escrutó pensativo el rostro de su interlocutor y no dijo ni palabra, estaba
seguro de que, si le daba su tiempo, él le contaría todo con pelos y señales
sin tener que sonsacarle nada.
Al fin,
al cabo de un silencio de cinco minutos que le parecieron eternos, Rodrigo
comenzó a contarle todo lo que sabía de la casa. Le dejó hablar durante casi
media hora hasta que su vuelta al silencio le indicó que había terminado el
relato.
La
verdad era que no le había aportado apenas nada nuevo pues su abuelo ya le
contó lo que sucedía allí desde que su familia llegó al pueblo y se instalaron
en aquella casa de las afueras que habían heredado de un pariente lejano y casi
desconocido y, sobre todo, las caras que ponían los vecinos cuando preguntaron
por la casa que los lugareños conocían como “la casa del rayo”.
Despidió
a Rodrigo y le dio las gracias por haberle cuidado las plantas del jardín
mientras que había estado en casa de su hermana para el funeral. Subió los
escalones despacio y, cuando llegó a su habitación, se tumbó en la cama boca
arriba y se quedó dormido para seguir persiguiendo el sueño que dejó inacabado
dos noches atrás.
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