Recuerdo como si fuera ayer el sonido del
heladero que vendía sus productos por las calles cuando yo era pequeño.
Aquel hombre vestido con un gorro, un pantalón
y una camisa blancos como la nieve que parecía salido de un paisaje polar y
que, sin embargo, paseaba las calles de Córdoba en pleno verano a la hora de la
siesta. Empujaba un carrito con toldilla pero lo más destacable eran los dos
conos de metal cromado que servían de tapaderas a los recipientes que contenían
el helado (generalmente de vainilla y fresa), el bote de agua donde estaban los
medidores y la caja con cristales para llevar los barquillos.
Siempre procuraba tener el dinero preparado
para bajar a la carrera a comprar para mis hermanos y para mí el dulce
refrigerio en cucurucho de galleta que nos sabía a gloria y que se nos acababa
en un santiamén.
Nunca llegué a explicarme cómo era posible
que, con el calor que hacía, no se le derritiesen los helados.
eso lo he conocido yo pero en una furgoneta en las parcelas... lo esperábamos cada tarde, igual que al de pan
ResponderEliminarjajajaja
besos.