Era tal
la cara de descomposición que tenía cuando regresó a casa de su madre que,
interrogado por ello, no tuvo más remedio que contarle el episodio acaecido en
casa de don Aurelio.
La madre
no dijo nada y guardó la preocupación para sus adentros de tal manera que, con
el tiempo, se fue apagando poco a poco inmersa en una profunda depresión que la
llevó a la muerte en menos de año y medio.
Cuando
Nicolás se quedó solo en el mundo se dio cuenta de lo difícil que sería cumplir
con lo que se había comprometido. Buscó trabajo por todas partes pero el
cacique ya se había encargado de amenazar a quienes le contrataran así que
cerró su taller y se marchó a otra ciudad para intentar ahorrar el dinero que
tendría que pagar dentro de poco más de dos años.
El caso
fue que, cuando sólo faltaban dos meses para que se cumpliera el fatídico
plazo, recibió una noticia bastante extraña: una persona le preguntaba por
carta cómo se llamaban sus padres y cuál era su lugar de nacimiento.
En
principio no hizo mucho caso de la misiva pero una semana después de recibirla,
decidió contestar al remitente (un tal M. Mirabueno) y adjuntar su número de
teléfono.
No fue
hasta dos semanas después cuando recibió la llamada de teléfono: “Si es usted
el Nicolás que yo busco, venga a verme a la siguiente dirección…” fue la frase
que, dicha con voz femenina, escuchó al otro lado de la línea y así fue como
comenzó la aciaga aventura del viaje en el que la camioneta se había averiado.
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