Era un hombre gordo, ni alto ni bajo y vestía
pulcramente de blanco con una gorra del mismo color para cubrir su calvicie de
las inclemencias del tiempo.
Se llamaba Juan y la chiquillería del bloque
le llamábamos con el apelativo de: “el tío Juan el de las tortas” pues era
vendedor de dulces que pregonaba a los cuatro vientos los sábados y domingos
por las mañanas: “Las tortas, tiernas y buenas. Los negritos, cortadillos de
cidra y pastafloras”.
Al oído de su voz mi madre nos daba una peseta
a mi hermano Luis y a mí para que fuésemos a comprarle hasta que un buen día
ella se puso a hacer roscos y magdalenas y se acabó el comprar al tío de las
tortas. Entonces los niños no preguntábamos el por qué de las decisiones de
nuestros progenitores pero un día me enteré mientras mi madre comentaba con la
vecina que había visto desde la ventana de la cocina al de las tortas orinando
en un árbol de la calle y luego cogía las tortas con la mano cuando le comprábamos.
Ni que decir tiene que al poco tiempo el tío Juan dejó de venir porque no
vendía nada… Lo que hace la propaganda.
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