Los vendían en todos los puestos de chucherías
y había tres sabores: fresa, limón y menta. Supongo que lo de los sabores sería
porque eran los más refrescantes.
Era ilusionante la espera para saber si había
alguno de tu sabor preferido pues hasta que no abrían la garrafa de corcho no
se podían ver y cuando la abrían veías ese vapor gélido que salía de dentro y
la voz de la del puesto que, después de mirar en el interior, te decía: “vas a
tener suerte, porque queda uno del sabor que tú quieres” (curiosamente siempre
quedaba uno pero nunca te dejaban mirar).
La verdad sea dicha, el sabor en realidad
importaba poco porque si le dabas dos o tres “chupetones” intensos, el polo se
volvía blanco y ya sólo sabía a agua, por algo valían tan baratos en
comparación con los demás helados.
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