Ahora que el sol ilumina las tardes de la
primavera radiante y han quedado atrás las del invierno oscuras y tediosas,
muchas veces acompañadas del insistente goteo de la lluvia, he recordado
aquellas que fueron de los inviernos de mi infancia y adolescencia y en las que,
después de la sesión de tarde del colegio y de hacer los deberes, aún nos
quedaba tiempo para practicar los juegos de mesa: el parchís, la oca, el
monopoly (entonces se llamaba “el Palé”), incluso el ajedrez o cualquiera de
los que venían en las famosas cajas de Juegos Reunidos.
Los mayores jugaban a las cartas o, como decía
un buen amigo de mi padre, a “hacer la lectura espiritual del Padre Fournier”.
Juegos en los que no se jugaba nada, sólo la honrrilla de ganar a los demás,
como la brisca, la canasta o el tute.
Las tardes así se hacían más entretenidas ya
que la televisión no había venido aún a visitarnos y a organizarnos la vida
polarizando nuestra atención y consiguiendo que dejásemos de comunicarnos entre
nosotros y nosotras.
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