Doña Luisa, tal y como le habían
pronosticado, falleció seis meses y dos días después de haber recibido el
fatídico resultado de sus pruebas médicas. Al entierro sólo asistieron la
criada que había tenido con ella desde siempre, el médico y dos mujeres
jóvenes, una rubia, delgadita y con una
figura muy agradable, y otra morena y fortachona, a las que Adolfo no había
visto en su vida y tampoco prestó demasiada atención durante el sepelio pues
sólo tenía ojos para mirar el ataúd donde reposaban los restos mortales de su
queridísima madre que ahora le dejaba desamparado y a merced de los vaivenes de
la vida.
Hizo un
pequeño descanso para tomar fuerzas y continuar el relato… Estaba bastante
contento con la historia que estaba contando y cada vez se sentía más seguro de
sí mismo.
La criada que se llamaba Pepa, le hizo una
prolija descripción de todo lo ocurrido durante el funeral y el entierro pues
viendo la cara de ensimismamiento de Adolfo se transparentaba que había estado
ausente y no se había dado cuenta de nada. Así se enteró de que la chica rubia
se llamaba María y la morena Lucía y ambas eran parientas lejanas del cura.
Don Matencio, el cura, había sido amigo de
juventud del padre de Adolfo a quien conoció en Cádiz cuando ambos estaban en
la mili, luego casó a Doña Luisa con Don Abelardo (el padre de Adolfo) y,
cuando este murió, fue el sostén espiritual de Doña Luisa que estaba a la sazón
embarazada. Fue don Matencio también quien buscó a Pepa para que entrase a
trabajar en casa de la maestra que, como había percibido una cuantiosa
herencia, pidió una excedencia para dedicarse en cuerpo y alma al cuidado y a
la educación de su vástago.
El
cansancio y el sueño le rindieron y se quedó dormido sobre el ordenador.
Despertó a eso de las tres de la madrugada y, como un sonámbulo, se trasladó a
la cama que le acogió como si de una madre se tratara.
No hay comentarios:
Publicar un comentario