La cara de Adolfo era un poema cuando el
Notario terminó de leer el testamento. La sorpresa también estaba pintada en
los rostros de las dos jóvenes pero el párroco permaneció inmutable por lo que
podría suponerse que era conocedor del contenido, no en vano era el confesor de
Doña Luisa y también su único amigo conocido y lo mismo ocurrió con Pepa que
también estaría al corriente.
Este
era el momento de darle la máxima tensión al relato para enganchar
definitivamente al lector y llevarle en volandas a un desenlace sorprendente.
Pero ¿cómo? Trató de recordar lo aprendido a lo largo de la infinidad de cursos
y talleres que había realizado para intentar convertirse en un verdadero
escritor. Nada, fue imposible y, a medida que lo seguía intentando, su
nerviosismo se multiplicaba.
¿Sería
el momento de incorporar el párrafo aquél de: “Adolfo no sentía una especial atracción por Lucía pero, en vista de que
debía hacer caso a los deseos de su madre, tendría que hacer de tripas corazón
y casarse con ella…”?
No,
decididamente no, aquella actitud conformista no llevaría a ningún final
imprevisible. Aquello sólo desembocaría en una historia manida y ramplona.
Tenía que buscar un camino alternativo para no caer en la vulgaridad.
¿Y si
dejaba en libertad a su personaje para que él decidiese el camino a tomar? ¿No
era eso lo que sucedía en la realidad? ¿Pero cómo podría liberar al personaje?
¿Cómo hacerle vivir una vida que en realidad no tenía? Sobre todo ¿cómo hacerle
vivir?
Esto
era, al fin y al cabo, lo que sus maestros no se cansaban de repetirle: “La
historia tiene que ser creíble pero sin dejar de estar llena de vida”.
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