La verdad es que Adolfo siempre había sido
un pelele en manos de Doña Luisa, su madre, que era una señora de armas tomar
y, como era hijo único, siempre había estado cobijado por las faldas maternas,
lo cual no era malo para él ni mucho menos porque gracias a ello su vida había
sido de lo más cómoda.
Nunca fue al colegio con los demás niños y
niñas de su pueblo. Su madre, maestra en excedencia, se encargó de su
educación. La Primera Comunión la hizo solo y la celebró con su madre pues en
el pueblo no tenían más familia. Tampoco fue a la Mili, se libró por excedente
de cupo o porque su tío Roque, el hermano de su madre, era coronel y le echó
una mano, ¡vaya Vd. a saber!
De esta manera vivió como si estuviese
metido en una campana de cristal que le protegía de las posibles amenazas del
exterior, hasta que un buen día…
─ Adolfo, hijo mío, me acaba de llegar el
resultado de las pruebas que me hice el otro día en la ciudad.
─ ¿Sí? ¿Y qué dice?
─ Pues nada, que tengo un cáncer y me voy a
morir en menos de seis meses ─ Soltó Doña Luisa como quien no dice nada.
─ Pero mamá,… eso es… terrible, ─ consiguió
decir Adolfo horrorizado.
─ No vayas a hacer un drama, Adolfito, que
la que se va a morir soy yo. ─ Cortó por lo sano Doña Luisa.
─ ¿Y qué voy a hacer yo sin ti, mamá?
─ No te preocupes que eso lo tengo
solucionado, cuando se lea mi testamento lo entenderás.
Decidió
tomarse un descanso, la historia iba fluyendo de forma continua y pensó que
todo salía a las mil maravillas, ya no escuchaba reproches de su conciencia y
eso le animó a continuar…
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