“La
constancia y la perseverancia son el origen de las mejores historias”. “El
escritor debe enfrentarse a la hoja de papel en blanco cada día”. Eran consejos
que afloraban a su memoria y que le daban un acicate nuevo para seguir trabajando
en su novela.
El cerebro de Adolfo era un hervidero de
ideas encontradas. Salió de la Notaría acompañado de Pepa y sin despedirse de
nadie. Estaba totalmente abrumado por lo que acababa de escuchar de boca del
Notario y necesitaba estar a solas y en su casa para poner orden en su cabeza y
pensar con claridad en lo que se le venía encima. Estaba claro que, ni de
lejos, se habría podido imaginar el “regalito” que su difunta madre le había
legado.
Dado que la Notaría no estaba lejos de su
domicilio, no tardó ni quince minutos en estar encerrado en su estudio después
de darle orden a Pepa de que no le molestara nadie.
Ahora había llegado el momento de ordenar
sus pensamientos y comenzar a pergeñar el plan a seguir para evitar males
mayores y salir indemne de aquél trance.
Cuando, después de varias horas dándole
vueltas al tema, salió de su encierro voluntario se encontró con que Pepa le
estaba esperando en la misma puerta del estudio:
─ Señorito Adolfo ─ dijo la buena mujer sin
poder contenerse. ─ Tengo una noticia que seguramente le va a ayudar a arreglar
el problema.
─ Dime, Pepa, y, por favor, no me llames
señorito, me dices don Adolfo o Adolfo a secas cuando no haya nadie delante,
que llevamos demasiados años juntos.
─ Pues han venido a darle el pésame doña
Pura y doña Conce, ya sabe, las antiguas compañeras de la escuela de cuando su
madre era maestra…
─ Ya sé quienes son, pero abrevie que no
tengo todo el tiempo del mundo.
─ Bien, como Vd. me dijo que no le
molestara nadie, pues les he dicho que estaba sesteando y las he pasado al
gabinete de su señora madre para que tomaran un refresco, porque hace una
calor…
─ Abrevie, Pepa, abrevie, vaya al grano,
por favor, y ahórrese los detalles.
─ Pues nada, abrevio, como Vd. dice. El
caso es que me preguntaron por las señoritas Lucía y María que las habían visto
en la iglesia y no sabían quiénes eran…
─ Me está Vd. sacando de quicio. Al grano,
Pepa, al grano.
─ Eso mismo, al grano. El caso es que les
conté lo del testamento…
─ ¡¡Pepa!! ¡¡Por Dios!! ¡Con lo cotillas
que son…!
─ Pare el carro, don Adolfo, y cuando
termine con el cuento, me riñe Vd. todo lo que quiera.
─ Vale, Pepa, vale. Continúe con el
“cuento”.
─ Pues resulta que doña Conce dice que ha
visto a la señorita Lucía en la ciudad, en el barrio donde vive su hija…
─ Bueno y
¿eso es importante?
─ Calle, calle que ahora viene lo mejor. ─
Pepa hizo un inciso para tomar aire y darle más emoción a su discurso. ─ Digo
que la vio en el barrio donde vive su hija paseando por la calle con un señor
del brazo y un niño de corta edad de la mano.
Esto ya tenía mejor pinta. Estaba
prácticamente seguro de que estaba en el buen camino. Su protagonista estaba
cobrando vida a medida que continuaba la narración.
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