Hay muchas cosas de mi primera comunión que no he
llegado a entender desde el día que sucedió y no me refiero a cuestiones de
tipo religioso que también pero no es este el lugar ni el momento de airearlas.
Para empezar hay que contar que yo hice la
primera comunión con seis años (los siete los cumplí once días después) y, por
supuesto, no tenía ni idea del paso que daba en aquél día.
En aquellos momentos yo estaba en el colegio
que las Teresianas tenían en el Paseo de la Victoria de Córdoba y, cosa curiosa
e inexplicable, la comunión la hice en la Iglesia de Santa Ana que estaba mucho
más lejos del colegio que las de la Trinidad o la de San Nicolás. Supongo que
sería para lucirnos vestidos de “marineritos” y cogiditos de la mano por las
calles.
Luego me operaron de anginas y comencé a
engordar como un globo (antes era bastante canijillo) de tal manera que no hubo
forma de meterme en el traje para la procesión del Corpus.
Mi tía Maruja (la hermana menor de mi madre)
se casó en septiembre y, como estaba empeñada en que yo le llevara las arras,
tuvieron que descoser el traje y cosérmelo puesto. Lo malo fue para quitármelo
después con el niño harto de comida y sudando como un pollo. No entraba ni la
tijera para descoser las costuras y tuvieron que cortar por lo sano. Mis
hermanos heredaron pues un traje de “marinerito” con tres costuras: las dos
habituales y la que llevaba por delante que se disimulaba con la corbata del
cuello marinero.
Buena prenda tenía que ser usted.
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