Fue en el verano de 1960. Mi padre estaba
trabajando en Lucena y, antes de la hora de comer, llamó por teléfono a mi
madre para que preparase un equipaje ligero e ir a pasar el fin de semana a la
playa.
En un visto y no visto estábamos mi madre, mi
hermano Luis y yo en la estación cogiendo el tren para ir a Montilla donde nos
recogió un amigo de mi padre y nos llevó con su coche a Lucena.
Al parecer era un viaje organizado en autocar
para llegar de noche el viernes a Málaga y volver el domingo a Lucena. La
emoción era tal que el tiempo se me hizo nada y a eso de las ocho de la
tarde-noche estábamos bajando del autocar en la Alameda de Málaga.
Dormimos en una habitación que mi padre había
alquilado en una casa particular y a la mañana siguiente estábamos todos
subidos en el tranvía que nos llevó a la playa del Chanquete donde, cuando me
enfrenté al mar que estaba un tanto
picado, quedé petrificado como si me hubiera dado un aire. No era capaz de
articular palabra por mucho que mis padres se empeñasen en que les dijera qué
me parecía el mar.
Extendimos las toallas en la arena y allí me
senté para digerir poco a poco el impacto que me había producido aquella nueva
experiencia.
Tardé al menos una hora en acercarme a la
orilla y dejar que las olas mojasen mis pies. Luego la sensación no fue
demasiado desagradable y conseguí meterme hasta que el agua me llegase casi por
la cintura y entonces vino lo peor: una ola me revolcó y salí del mar
escupiendo arena y agua salada como alma que lleva el diablo.
Ya no me volví a acercar al agua ni ese día ni
al día siguiente que fuimos en coche de caballos a la playa del Palo y es que
el mar y yo nunca hemos sido buenos amigos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario