Con dieciocho o veinte años salía con los
amigos los sábados por la tarde-noche. Después de dar veinte vueltas al
Tontódromo, nos separábamos y cada uno tomaba el camino de su casa. Pedro Luis
y yo, como vivíamos muy cerca el uno del otro volvíamos a casa juntos.
Con esa edad y después de la caminata que
llevábamos a las espaldas, el hambre era canina y el único bar que estaba
abierto a eso de las doce de la noche en las cercanías era “La Pañoleta”.
Llegábamos pues con más hambre que Carpanta y
pedíamos unas cañas y unos pinchitos con pique. Los susodichos picaban a más no
poder pero como éramos así de “listos”, pedíamos otras cervecitas y otros
pinchitos pero “con más pique”. Los segundos ya eran una agresión contra la
lengua y el estómago más resistentes, de tal manera que nos marchábamos para
nuestras casas con la boca ardiendo en busca de algo que nos refrescara… pero a
la semana siguiente volvíamos otra vez a la carga: cosa de jóvenes gilipollas
(con perdón).
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