Yo viajaba desde Córdoba en el coche de línea de Alsina Graells que me
dejaba en el cruce de la Venta del Pulgar, a unos tres kilómetros del pueblo,
y, desde allí, iba andando con mi maleta a más de cuarenta grados de
temperatura hasta que algún conductor se apiadaba de mí y paraba para que me
subiese a su vehículo y acercarme hasta la casa de mi tía María.
Mi tío Julio, que era un manitas, había construido un cuarto de baño con
ducha en la planta de arriba y, cuando llegaba empapado de sudor, me daba un
refrescón que me sabía a gloria.
La cocina y, sobre todo, las magdalenas que hacía mi tía Luisa eran el
complemento ideal en mis estancias veraniegas pero la parte principal del
asunto eran los bailes y los ligues amén de las juergas que me corría con los
amigotes.
La casa tenía dos plantas y doblado. En la planta baja tenían una tienda
de esas en las que se vende de todo, desde cartuchos para escopetas de caza
hasta pescado congelado. En la trastienda tenía mi tío Julio su pequeño taller
donde recargaba cartuchos, ponía marcos a los cuadros o fabricaba jaulas para
perdigones. Yo me pasaba las mañanas en la tienda observando las labores
manuales de mi tío y digo observando porque era tan poco hablador que costaba
la misma vida arrancarle alguna explicación sobre su trabajo, no obstante, y
según mi tía Luisa, era conmigo con la única persona de la familia con la que
mantenía aquellos simulacros de conversaciones.
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