Tenía aproximadamente doce años cuando me picó
la curiosidad por el hecho de fumar.
En aquel entonces yo iba al colegio junto con
otros chavales del barrio y un día uno de ellos sacó un cigarrillo y comenzó a
fumar. Inmediatamente todos le envidiamos pues veíamos en él lo que más de una
vez habíamos deseado hacer pero no nos atrevimos.
Nos contó que no era tabaco sino matalauva lo
que fumaba y aseguraba que no era malo para la salud. Después de mucho porfiar
con él, nos confesó que los compraba en un puesto de chucherías que había en la
calle Capitán Cortés (hoy Alcalde de la Cruz Ceballos) del barrio de la Ciudad
Jardín de Córdoba.
Allí fui a comprar mis primeros cigarrillos
que, como no olían a tabaco, en casa nunca sospecharon que fumaba. Con el
tiempo fui perdiendo las precauciones y comencé a fumar tabaco. La marca era
Peninsulares y era fuerte como él sólo.
En casa me escondía en el baño y luego abría
la ventana y agitaba la toalla para expulsar el humo y el olor (qué ingenuo).
Mi padre, como era fumador, prefirió hacerse el sueco y no me dijo nada
pensando que sería mejor no prohibírmelo para ver si así lo dejaba, eso sí, me
acortó la paga semanal de forma que sólo me fumaba un “Chester” los domingos
después del cine.
Mi sorpresa fue que, cuando me presenté con la
reválida de cuarto de bachiller aprobada, me dio un paquete de Ganador
emboquillado y me dijo: “Toma y deja ya de apestar el baño con ese tabaco que
fumas”
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